Esta mañana, en el mercado, me he enamorado de unos melocotones que brillaban como auténticos soles. Habían llenado el aire de un perfume aromático y profundo, y se me ha hecho la boca agua... Creo que ha sido un flechazo mutuo. Durante el camino a casa, seguían regalándome su perfume desde la cesta sin ningún miramiento. Al final no he podido más, he sacado uno, y le dado un refregón por la manga para limpiarlo un poco, para acabar pegándole un bocado hasta el mismo corazón que me ha sabido a gloria bendita.
Aquí tenéis este bizcocho con melocotones de Calatayud, de secano, de los buenos. De los que te hacen dar gracias a la naturaleza por todas sus bondades.
El bizcocho es lo de menos. Coged cualquiera de las recetas que he usado ya, o una de las vuestras. Añadid a la masa un buen trozo de chocolate derretido. Y comedlo con unos melocotones troceados y hervidos con muy poca agua y con una cucharada de azúcar moreno y otra de canela molida. En el momento de comerlo, rociad el pedazo de bizcocho con un poco del líquido de cocer la fruta.
Pero, sobre todo, imitad a Santiago en este fragmento de la novela de Cristina López Barrio. Haced la masa con ese mismo amor sólido, líquido y gaseoso... y obtendréis la receta perfecta.
“No tardaron las manos de Santiago en sumergirse en un bol de yemas de huevo. Abrió la ventana de par en par. A las yemas unió harina, azúcar, una pizca de sal; sus dedos mezclaron los ingredientes transformándolos en una masa donde hundió sólo el índice y el corazón de la mano derecha para comprobar la consistencia. Era perfecta. Besó aquel trozo de masa y lo junto con el resto. Sabía que Úrsula le estaba mirando desde su ventana. Ella también podía sentir la suavidad de la masa. Santiago abrió una red de limones y raspó la corteza de uno de ellos hasta que la ralladura quedó en un montoncito, tan erizada y solitaria que se convertía en un pubis de oro. Él la observó con veneración, como si observara un paisaje que podía desmenuzar entre sus manos, chuparlo, olerlo. Y eso hizo. Luego echó la ralladura en la masa, extendió ésta sobre la encimera con la ayuda de un rodillo y le pintó con huevo el rostro. Ella jamás había visto cocinar con tanto amor, con un amor sólido, líquido, gaseoso; un amor que atravesaba el patio y agigantaba las corolas de las petunias, transformando el alféizar en una selva que se abría paso ante lo inevitable.”
Cristina López Barrio
("La Casa de los Amores Imposibles")