COCINA OVO-LACTO-VEGETARIANA... Y OTRAS EXQUISITECES.


Yo cocino desde que era una niña. Por aquel entonces, amasaba el pan con arena y agua y lo dejaba secar al sol, con paciencia. Hacía exquisitas sopas con hierbecitas, piedras y agua, y luego se las daba a mis muñecas. Siempre estuvieron muy bien alimentadas.

Hoy sigo cocinando. Y lo hago para alimentar el cuerpo y el espíritu de mi familia, de mis amigos, para procurarles un poquito de salud y felicidad. Y , de paso, para dar cauce a una de las expresiones creativas que más me relajan y que mayor placer pueden llegar a causar en mi querido prójimo: un plato vegetariano, equilibrado, sabroso, aromático, bien presentado … agradable en fin a todos los sentidos.

E incluyo, por supuesto, el sentido común: Obviamente, merece la pena cualquier plan dietético que nos ayude a aumentar nuestra sensibilidad ética, respete más los recursos del planeta y sea potencialmente capaz de hacer desaparecer el hambre. El vegetariano sabe que con su vida diaria contribuye de forma privada, pequeña e indirecta al alivio del sufrimiento humano y animal. Tiene conciencia de que en vez de ser parte de un problema es parte de una solución potencial. No cabe mayor sentido común.

Lo que os ofrezco son pequeños experimentos culinarios que yo misma he ido realizando y recopilando a lo largo de casi veinte años de mi experiencia vegetariana. Por supuesto, casi todos tienen su origen en una receta que un día leí, observé y apunté, escuché, o me fue transmitida por las sabias manos de mi abuela. Pero mi absoluta incapacidad para seguir una receta al pie de la letra (mi madre dice que esto tiene que ver con mi creatividad, pero yo pienso más bien que es por mi afán desmedido de libertad en todos los campos), me ha llevado a escribir mi propio recetario.

Espero que os animéis a cultivar conmigo un arte que es pura alquimia, pura armonía, salud y magia: el arte de la cocina vegetariana.




"Que tu alimento sea tu medicina y tu medicina sea tu alimento." Hipócrates

4.8.11

Bizcocho de chocolate con melocotones enamorados.


Esta mañana, en el mercado, me he enamorado de unos melocotones que brillaban como auténticos soles. Habían llenado el aire de un perfume aromático y profundo, y se me ha hecho la boca agua... Creo que ha sido un flechazo mutuo. Durante el camino a casa, seguían regalándome su perfume desde la cesta sin ningún miramiento. Al final no he podido más, he sacado uno, y le dado un refregón por la manga para limpiarlo un poco, para acabar pegándole un bocado hasta el mismo corazón que me ha sabido a gloria bendita.

Aquí tenéis este bizcocho con melocotones de Calatayud, de secano, de los buenos. De los que te hacen dar gracias a la naturaleza por todas sus bondades.
El bizcocho es lo de menos. Coged cualquiera de las recetas que he usado ya, o una de las vuestras. Añadid a la masa un buen trozo de chocolate derretido. Y comedlo con unos melocotones troceados y hervidos con muy poca agua y con una cucharada de azúcar moreno y otra de canela molida. En el momento de comerlo, rociad el pedazo de bizcocho con un poco del líquido de cocer la fruta.
Pero, sobre todo, imitad a Santiago en este fragmento de la novela de Cristina López Barrio. Haced la masa con ese mismo amor sólido, líquido y gaseoso... y obtendréis la receta perfecta.



“No tardaron las manos de Santiago en sumergirse en un bol de yemas de huevo. Abrió la ventana de par en par. A las yemas unió harina, azúcar, una pizca de sal; sus dedos mezclaron los ingredientes transformándolos en una masa donde hundió sólo el índice y el corazón de la mano derecha para comprobar la consistencia. Era perfecta. Besó aquel trozo de masa y lo junto con el resto. Sabía que Úrsula le estaba mirando desde su ventana. Ella también podía sentir la suavidad de la masa. Santiago abrió una red de limones y raspó la corteza de uno de ellos hasta que la ralladura quedó en un montoncito, tan erizada y solitaria que se convertía en un pubis de oro. Él la observó con veneración, como si observara un paisaje que podía desmenuzar entre sus manos, chuparlo, olerlo. Y eso hizo. Luego echó la ralladura en la masa, extendió ésta sobre la encimera con la ayuda de un rodillo y le pintó con huevo el rostro. Ella jamás había visto cocinar con tanto amor, con un amor sólido, líquido, gaseoso; un amor que atravesaba el patio y agigantaba las corolas de las petunias, transformando el alféizar en una selva que se abría paso ante lo inevitable.”

Cristina López Barrio

("La Casa de los Amores Imposibles")